Mi experiencia como misionera católica

Cuando me preguntan de qué temas suelo escribir, simplemente respondo: “de cualquier cosa que me apasione” Pero hay una cosa que me apasiona, que me fascina, que me ha cambiado la vida, de la que no había escrito hasta ahora: me refiero a la experiencia de irme de Misiones en Semana Santa.
Sí, soy católica, y lo digo con una sonrisa de oreja a oreja. Se los puedo asegurar: lo mejor que he hecho en mi vida entera ha sido irme de misiones en Semana Santa.
Este año ya fue la tercera vez que me fui de misiones. Y al comentarle eso a una compañera en el primer día, ella, que era nueva en todo esto, me preguntó con una cara de susto e intriga: “¿y qué te hizo volver?” Yo me abalancé a responderle con un entusiasmo que, en retrospectiva pienso que le habrá resultado un poco raro y exagerado. Recuerdo que le dije algo así: “Porque ya sentía que lo necesitaba, la última vez que me fui de misiones fue en el año 2011, y fue LO MÁXIMO; necesito volver a sentir que estoy haciendo algo por los demás, ¿sabes? que soy útil para Dios, que trabajo para el bien. Es la sensación más gratificante que existe en el mundo, es hermoso, misiones te cambia la vida, suena súper rayado, pero es así, te revitaliza el espíritu, te devuelve la esperanza, necesito volver a sentir eso.” Ella me miraba con atención; luego de mi inspirada respuesta, mi nueva amiga me respondió en un tono escéptico: “Si, todo el mundo dice eso, que misiones te cambia la vida…”

Basta con probar una milésima parte del amor de Dios para entender que no hay nada mejor en todo el universo, y para convencerte de que la mejor decisión que puedes tomar es compartir tu vida con Él.
Esa niña, que se fue de misiones sin saber mucho en qué carrizo se estaba metiendo, al término de la semana estaba totalmente encantada. Hoy en día, ella también dice que irte de misiones de te cambia la vida. Sin duda, Dios le tocó el corazón.
Pero irse de misiones es rudo. Vas a pasar trabajo: usualmente no comes bien, te toca dormir en el suelo, lidiar con toda clase de insectos, y con la falta de agua y de luz, caminas muchísimo, duermes poco y a veces pasas días sin bañarte. Es un fenómeno: estas sucia y agotada físicamente, pero no te importa, porque eres increíblemente feliz.
En la Semana Santa del 2011, hicimos nada más y nada menos que diez horas en autobús para llegar al pueblito en el que nos quedamos, un lugar extraviado en los llanos venezolanos del estado Portuguesa. Ni siquiera habíamos llegado, y ya estábamos agotadas del largo viaje. Alrededor de las 7 de la noche finalmente nos bajamos del autobús a una calle de tierra, para encontrarnos a pocos metros, a una treintena de personas reunidas frente a un altar improvisado con una imagen de la Virgen de Coromoto y un señor a su lado con un sombrero de cogollo y un cuatro, entonando una canción especialmente escrita para darnos la bienvenida a nosotras, las misioneras. Entre la oscuridad distinguíamos las caras sonrientes, y unos pocos fuegos artificiales en el cielo que compraron entre todos para la ocasión. Al final hubo aplausos. Se pueden imaginar el cariño que le agarramos a la gente de ese humilde pueblo…

Este año misionamos en la Colonia Tovar y sus alrededores. Fue diferente porque se trataba de una comunidad mucho menos aislada que la del pueblito de Portuguesa por ejemplo, y mucho más relacionada con la vida de la ciudad, con todas sus complicaciones y desigualdades. ¡Qué terreno tan árido es la ciudad para sembrar el amor de Dios! Y la bondad, especialmente la bondad y la solidaridad… La ciudad moderna te enseña a caminar rápido, sin ver para los lados, te enseña a desconfiar y a mirar de reojo. Conscientes de esta situación, hicimos entonces una actividad para romper el hielo: caminamos por las calles turísticas de la Colonia Tovar, con una caja que tenía escrito “Pide y se te dará, atentamente, Dios” La idea era que la gente pudiera escribir en pequeños papelitos sus peticiones, sus problemas, sus necesidades, para que nosotras, las misioneras, rezáramos por esas intenciones. Ésto fue lo que pasó: la gente lo primero que pensaba era que estábamos pidiendo dinero, y cuando les explicábamos que no era así, que no queríamos nada, que más bien queríamos ayudarlos a ellos, se sorprendían, parecían no entender, algunos incluso se quedaban mudos y e inmóviles cual estatua, y nos miraban raro. Luego dejaban asomar una  sonrisa, aún con precaución, y preguntaban: “¿cómo es la cosa? ¿Se están interesando por mí, por mis problemas? ¿Me quieren ayudar a ?”
Cómo hace falta llenar de alegría la ciudad, transmitir esperanza, y en especial practicar la solidaridad. Que alguien se preocupe por los problemas del otro no debería ser algo tan extraño…
He tenido la dicha de presenciar miles de pequeños destellos de luz, como los que se dejan ver en las historias que he contado, las tres veces que me he ido de misiones. Son pequeños milagros que ocurren cuando las personas le abren las puertas de sus casas a Dios.

Con este artículo no quiero convencer a nadie de bautizarse a la religión Católica, ni a irse de misiones la próxima Semana Santa, es sólo que, si he conocido la belleza del amor de Dios, y todo lo bueno que puede hacer, ¿cómo no iba a compartirlo con los demás? ¿Cómo me iba a guardar para mí esa información tan preciosa, eso que pienso que es nada más y nada menos que la clave de la felicidad?

El que sea valiente que lo descubra por sí mismo, que esto hay que vivirlo. Siento que me quedo corta, que mis palabras no son NADA en comparación a la grandeza de la experiencia que he tenido las veces que me he ido de Misiones…





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