El ocaso es cuestión de vida o muerte

Dicen que la mejor hora para suicidarse es a las cinco de la tarde de un domingo. Yo, creyente empedernida, optimista sin remedio, creo que las cinco de la tarde de cualquier día es el momento más hermoso que se puede vivir. Pero si he de morir, que en efecto así será, me gustaría morir a las cinco de la tarde, como muere el sol, para nacer en el ocaso. Al fin podré dejar mi hipocresía con el oriente y me uniré al él. Hablar de la muerte es una pretensión de los vivos; no hay nada más humano que la muerte, y no hay nada más divino que vivir hablando de la muerte.

Respiro profundo, y tomo conciencia de la tensión que hay en mi columna; me siento más humana que nunca.

Cuando estoy sentada frente al manubrio, con los lentes de pasta rosando ligeramente mis mejillas, me acomodo en el asiento de textil sintético seguramente hecho en China o en Taiwán, para alejar mi espalda del material y disipar el calor de mi cuerpo. Escudriño la lista de canciones, con esperanzas de toparme con un título que me emocione hasta la médula. Opto por uno de mis favoritos y sonrío extasiada, mientras disfruto del chocar de la brisa con mi rostro.

Durante casi cuatro minutos todo parece estar bien. Pienso en el poder de este momento sobre el resto de las horas del día…

Una vez, no hace mucho, escuché a una hipatia -una creatura mítica de excepcional belleza-  decir que “el tiempo es una eternidad que balbucea”. A pesar de que no estaba dirigida a mí la frase, quedé perpleja cuando la escuché y de inmediato concentré todas mis fuerzas en perpetuarla en mi memoria. No me preocupó no entender la frase del todo… verás, he descubierto que hay cierta belleza en eso de no saber nada. Total, ¿qué sabe el hombre? Es más lo que cree que sabe que lo que realmente comprende. Y lo único que es relevante para su espíritu es lo que cree, no lo que sabe.

Aquí y ahora, sé perfectamente dónde estoy, y tener esa certeza apacigua mis nervios.

Camino por la calle relajada, contenta. A mi lado me acompaña mi amiga, al mismo ritmo que yo. No pienso en los días que nos quedan aquí, el momento es demasiado bueno para desperdiciarlo. Tampoco me molesto en tomar algunas fotos, ya siento que vivo aquí. Reímos las dos al unísono, realmente estamos cómodas, casi embobadas por la belleza del lugar. Varias jóvenes de nuestra edad pasean por los caminos, y nosotras nos divertimos observando las faldas con estampados de última moda, el collar de hojas metálicas que vimos ayer en la tienda y nos encantó, las botas que yo estaba buscando justo en el color indicado para que combinen con mi bolso. Tomo otro sorbo de mi frappé de limón y me acerco al mirador. La vista es espectacular, reposo mi brazo sobre el antepecho y dejo que mi mirada divague un rato; me siento realmente feliz. Veo en mi reloj que son las cinco. Mi amiga y yo nos reencontramos, tomamos nuestras bicis y nos vamos. De repente me embriagó una sensación de tranquilidad, de satisfacción, y me alegré de estar viva.


El ocaso es cuestión de vida o muerte. Yo escojo la vida. 

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