Cuentos de Tata II
La casa de Tata era un lugar intimidante en
muchas maneras para una niña correcta de nueve años: los muebles eran pesados
en masa y estilo, con altos espaldares de colores sombríos y textura áspera.
Las camas rechinaban como si se quejaran de tu peso sobre ellas cada vez que te
recostabas, y hacían que tu espalda tomara una curvatura sin precedentes. Los
gabinetes de la cocina estaban infestados de cucarachas de dimensiones dignas
de un clima tropical, e incluso algunas eran voladoras.
La casa estaba conformada por tres plantas, de
las cuales dos eran un misterio para mí en aquel entonces: la planta inferior
tenía un amplio jardín, que con los escasos cuidados de mi abuela parecía más
bien una selva; había una mata de mango inmensa en el medio del espacio, y que
yo supiera, moraban por ahí un morrocoy anciano y un conejo blanco. La planta
alta estaba en desuso, y fuera del alcance de los niños, y según mi abuela se
podía llegar hasta el techo, a través de una pequeña terraza escondida de difícil
acceso. –pero, ¿dónde quedaba el techo para ella? Si mi abuela hubiera tenido
un cohete hubiera llegado a la luna, estoy segura-
Un día, cuando tenía nueve años me tocó quedarme
a dormir en dicha casa, sola con mi abuela. Fueron las 16 horas más extremas de
mi vida, les aseguro que ni en cinco campamentos hubiera aprendido tanto de
supervivencia como en esa noche…
Normalmente sólo me quedaba durante la tarde con
ella, y nos poníamos a “corotear”: pasábamos horas jurungando los corotos de
los closets y las gavetas de la casa, y por supuesto hacíamos un tremendo desorden
que solía molestarle a mi mamá, pero a Tata a y mi nos divertía mucho. Resulta
que a mi abuela le gustaba guardar todo tipo de cachivaches -como buena comerciante que era- y a mí me gustaba
curiosear objetos raros de otros tiempos, así que era una situación ideal. Desde niña
me sentí atraída por la historia en todas sus escalas: amaba las grandes enciclopedias
que contaban historias de guerras e imperios extintos, y también amaba
descubrir pequeñas historias personales, como las que podían traer escondidas
los objetos envejecidos de la casa de Tata. Además le hacía el favor de ordenarle
los corotos un poco, cosa de la que ella nunca se ocupaba y contentaba mucho a
mamá.
Pero esta vez me tocaba quedarme a dormir en esa
casa, y eso era algo que jamás había hecho hasta entonces. El primer reto luego de
que cayera la noche fue hacer la cena sin alborotar a las cucarachas, y
asegurarme de no comer nada que hubiera nacido en la nevera en vez de en el
campo…más tarde, superada la primera prueba, decidí dormir con mi abuela en su
cuarto individual en una camita pequeña que compartimos, ya que la otra opción
era ocupar un gran cuarto longitudinal con varias camas, en donde se sentía más
la presencia del vacío de la gran casa. Me acosté, temerosa de los insectos de
pudiesen aparecer, y cuando finalmente me había convencido de que las
cucarachas moraban en la cocina y no en los dormitorios, mi abuela procedió a
explicarme cómo debía taparme las orejas con la sábana para evitar que me
entrara cualquier clase de bichos, y me recordó que cuando me despertara
sacudiera mis zapatos por si también albergaran alguno, tal como se acostumbra
en el campo. Naturalmente, volví a mi estado previo temeroso y
tembloroso. Distraje mi mente de las cucarachas y arañas pensando en las ánimas
de mis ancestros, y en la tenue luz proveniente del patio que manchaba las
puertas del closet a mi lado.
Inesperadamente logré conciliar el sueño, y gocé
de un descanso largo y reconfortante.
Desperté con aires de aventurera triunfadora,
saludando a las doce estatuillas de santos sobre la estantería que estaba frente
a la cama. Había logrado sobrevivir una noche en casa de Tata: ningún bicho me
había picado, y ningún ánima me había visitado. Estaba contenta, un pajarito
azul que estaba posado sobre la reja de la ventana del cuarto me dio los buenos
días.
Pero aún no había
terminado la prueba: faltaba el desayuno. Intenté en vano hacerme un
simple sánduche, pero comprenderán que para una niña refinada acostumbrada a
las comodidades de la vida moderna, una cocina a gas que se prendía con una
pistola, donde no había un hornito ni una sanduchera, ni cubiertos ordenados
por categorías, era completamente incomprensible e inutilizable. Aunque parezca
increíble, para mí en aquel momento fue una total revelación entender que con
tales recursos se podía igualmente hacer un sánduche. Y es que parta mi abuela
todo era fácil: sobre un budare aplastó con sus propias manos dos lonjas de pan
y una de queso, hasta que se tostó y me lo sirvió. Me lo comí sorprendida.
No dejaba de preguntarme cómo una vida así podía
ser normal para alguien. Si hubiera sabido todo lo que me faltaba por ver, por
entender de este mundo, las costumbres de mi abuela no me hubieran parecido tan
extrañas…
El hecho es que desde ese día duermo con las
orejas tapadas con la sábana, sacudo los zapatos en la mañana antes de
calzarme, y aplasto los sánduches con
mis manos directamente sobre un budare –desde el primer momento noté
que así quedan más sabrosos...-
Te felicito,me encanta como escribes.
ResponderBorrarMuchas gracias! aprecio su comentario! : )
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