Cuentos de Tata
Desde muy corta edad supe que quería ser escritora,
y a eso de los 16 años ya sabía sobre qué quería escribir: quería contar la historia
de mi abuela.
Una tarde decidí entonces tomarme el asunto de mi
futura carrera en serio, y agarrar al toro por los cuernos: con mi usual lógica
y estilo académico pensé que lo mejor era empezar haciendo una investigación.
Así que, con la más noble determinación,-digo
noble porque lo que me movía era una fuerte admiración por el personaje de mi
abuela- busqué un cuaderno que tuviera espacio libre para tomar notas, fui
a casa de mi abuela y me senté en el porche junto con ella a escuchar la
narración de su autobiografía.
Recuerdo haberme quedado atónita cuando con total
naturalidad mi abuela me empezó a hablar de casas que nadaban en el agua,
hombres que se los habían llevado el mismo diablo a caballo, de animales que
creía que no existían en el planeta tierra, y de extrañas enfermedades que
machaban la piel de tornasol. Era casi como oír una historia inédita de Gabriel
García Márquez, llena de su exuberante Realismo Mágico latinoamericano, pero en vivo y en directo. Era fascinante. Yo le
hacía preguntas y más preguntas hasta cansarme, y ella me respondía sólo para
reiterar lo que ya me había contado, como si tales cosas fueran de lo más
normal en esta vida…. Hablaba tan rápido que se me hacía difícil tomar notas de
todo lo que decía, y saltaba de una época a otra sin ningún reparo, dejándome a
mí la difícil tarea de adivinar de qué década estaba hablando en cada
momento.
Luego de repetir este interesantísimo encuentro una
vez más, ya tenía más de seis páginas llenas anotaciones. Contenta y orgullosa
de esta primera etapa de mi gran sueño de escritora, releí con entusiasmo lo que había anotado: eran historias
crudas con olor a campo, era el relato de una escena romántica de dos jóvenes
rebeldes recién llegados a la ciudad, eran las memorias de una mujer fuerte que
brotaban del papel, como brotaron del asfalto que ella pisaba todos los días
por doce horas sin descanso... Sentí que tenía un diamante en bruto en mis manos,
una historia real y única en su estilo, contada en primera persona. Lo que me
faltaba era convertirla en literatura, darla a conocer, e inmortalizarla en una
novela. -Nada que una mente joven y soñadora no pudiera imaginar. Estaba
convencida de que ese era el germen de mi obra maestra–
Mi abuela se llamaba Carlota María Sánchez de
Mandry, nació en un caserío llamado Buenos Aires, cercano al pueblo de Canoabo,
en el estado Carabobo, en Venezuela, probablemente el 4 de noviembre de 1921 ó el 4 de
febrero del año siguiente, -descubrimos la existencia de la segunda fecha
cuando ya mi abuela estaba pisando los 90, pero ésa es otra historia- y nunca
se supo a ciencia cierta cuál era la verdadera fecha de nacimiento.
Durante toda su vida sus amigos la llamaron “Papita”
de cariño; ¡y sí que tenía amigos! Hizo su vida en las calles de Caracas,
conocía a muchísima gente, y nunca faltaba alguien que la saludara en la plaza
o en el mercado. Gente que la conocía desde hace más de treinta años, que la
apreciaban como una fiel amiga, decían contar siempre con su alegría, y como si
fueran amistades infantiles basada en una confianza ciega, estos grandes amigos
no conocían su nombre, ni mucho menos su apellido, para ellos sólo era “La Papita”,
“la querida Papita” y con eso bastaba.
Para mi ella siempre fue “Tata”, yo nunca le dije
“Papita”…
Una vez recuerdo que estaba en el carro con ella,
yo andaba manejando, y nos encontrábamos frente a un semáforo cuando un motorizado se me atravesó frente al carro, pasando peligrosamente
cerca de mi retrovisor, y con toda la intensión de meterse en la cola a como
diera lugar. Yo empecé, cual caraqueña histérica, a despotricar de los malos
hábitos de los motorizados de esta ciudad, cuando de repente mi abuela baja el
vidrio, y pega un grito:
"¡Pedrito, muchacho!, ¿qué haces por aquí?” Y soltó una
carcajada –ella se reía mucho y sin pena-
Se imaginan mi sorpresa cuando el
motorizado se voltea, y con una sonrisa de ojera a oreja respondió:
“¡Papita,
mi vida! ¿Cómo estás? ¡Qué bueno verte, vale!"
El hombre me saludó muy amablemente, parecía estar encantado de conocer a "la famosa nieta de La Papita"...yo apenas salía de mi asombro, y por supuesto terminé muerta de la risa pocos minutos después...
Si, así de conocida era ella, era la amiga de todos, era una amante de esta ciudad.
Mi abuela era “La Papita”, todo el mundo la
conocía, todo el mundo la quería. Pero yo la llamaba “Tata", y la adoraba más que nadie en el mundo...
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