Los 4 segundos que sostienen todas las horas de mi semana


Aprovechando la época navideña, he decido traer las manos al teclado para escribir este artículo, que en cierta forma era una deuda pendiente que mi conciencia me reclamaba desde hace ya varias semanas.
Resulta que hace unos cuantos domingos atrás, me encontraba yo en la iglesia, sentada en el mismo banco de siempre, oyendo misa como de costumbre. Estaba distraída. Miles de ideas de toda índole, color y peso se me acumulaban unas encima de las otras en torres infinitas que se tambaleaban y chocaban en el espacio de mi mente. Que la carrera, que el trabajo, que aquel trámite que quedó pendiente, que los regalos que no he comprado, que las cuentas, que los ahorros, que el mercado, que mi horario para mañana, y así sucesivamente iban apareciendo voces y más voces, provocando un ruido estruendoso que terminaba por aturdirme por completo.

Volví en mí. Traté de recordar sin éxito lo que se había predicado en el Evangelio. Me sentí frustrada, solté un airecito pesado que acarreaba todo el cansancio de la semana. Entonces llegaron a mis oídos las palabras que he escuchado desde que era una niña en todas las misas de primer viernes de mes en la capilla del colegio: “…desde donde sale el sol hasta el ocaso…”  y de repente todas las personas a mi alrededor se arrodillaron, la nave de la iglesia se llenó de un silencio profundo, y juro que el mundo parecía haberse detenido en ese preciso momento. El tintineo de una campana anunciaba la venida de un ser celestial. El sacerdote elevó en sus manos la hostia. De nuevo hubo silencio. 1, 2, 3, 4. Conté y solté la respiración. Entonces el celebrante tomó el cáliz y dijo: “…tomad y bebed todos de él porque este es el cáliz de mi sangre, sangre de la alianza nueva y eterna que será derramada por vosotros y por todos los hombres para el perdón de los pecados. Haced esto en conmemoración mía". Nuevamente las cabezas abajo, y el silencio rotundo durante 1, 2, 3, 4 segundos. De pie.
“Este es el sacramento de nuestra fe” dijo, y se oyó en una sola voz “anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, ven Señor Jesús”
Entonces me sentí en calma, como si el silencio de esos escasos cuatro segundos hubiera sido suficiente para restituir el vacío en mi mente. Es un hecho casi inenarrable, es un algo que no se ve y que es casi imperceptible, pero que puedo asegurar que existe y es tan real como mi carne o mi respiración.

Entonces sonreí levemente y pensé: “por esto es que vengo a misa”. Y es que sin duda son esos cuatro segundos los que hacen que todo valga la pena. Puede que para quienes no compartan mi fe les resulte difícil entender lo que digo, y en ese sentido me siento bastante afortunada. Dicen que la fe es un regalo de Dios; pues, desde que tengo memoria yo he creído que Dios existe y jamás he dudado. Es inexplicable en cierto sentido ya que siempre he sido una persona inquisidora, con una facilidad para la investigación, y siempre he tratado de mantener una mente abierta a ideas nuevas, a puntos de vista diferentes al mío. Pero una de las pocas cosas de la cual he estado siempre segura es que Él existe, y que es un Dios bueno cuyo deseo último es que nosotros, los humanos, seamos felices y volvamos a Él. No necesito buscar más, no intento entenderlo más allá del hecho de que esos cuatro segundos son los que me dan la fuerza para sobrellevar todas las horas que conforman mi semana, ésa es toda la prueba que requiero. Por eso los domingos, aunque me dé flojera, aunque inevitablemente me distraiga, aunque tenga miles de cosas que hacer, voy sin falta a la iglesia, me siento en el mismo banco de siempre y espero, espero paciente a que llegue el momento de los cuatro segundos, en el que lo inexplicable ocurre, en el que mi calma vuelve, y todo parece volver a tomar su lugar en este mundo. Es así como vivo semana tras semana, apoyada en Él.

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